EL CUENTO "EL CABALLERO
CARMELO" Y SU COMPRENSIÓN LECTORA
EL CABALLERO CARMELO
Un día, después del
desayuno, cuando el sol empezaba a calentar, vimos aparecer, desde la reja, en
el fondo de la plazoleta, un jinete en bellísimo caballo de paso,
pañuelo en cuello que agitaba el viento, sampedrano pellón de
sedosa cabellera negra, yhenchida alforja, que picaba espuelas en
dirección a la casa.
Reconocímosle. Era el
hermano mayor que, años corridos, volvía. Salimos atropelladamente gritando:
-¡Roberto! ¡Roberto!
Entró el viajero al empedrado patio
donde el ñorbo y lacampanilla enredábanse
en las columnas como venas en un brazo, y descendió en los de todos nosotros.
¡Cómo se regocijaba mi madre! Tocábalo, acariciaba su tostada piel,
encontrábalo viejo, triste, delgado. Con su ropa empolvada aún, Roberto
recorría las habitaciones rodeado por nosotros; fue a su cuarto, pasó al
comedor, vio los objetos que habían comprado durante su ausencia y llegó al
jardín:
-¿Y la higuerilla?-
dijo.
Buscaba, entristecido,
aquel árbol cuya semilla sembrara él mismo antes de partir. Reímos todos.
-¡Bajo la higuerilla
estás!...
El árbol había crecido y
se mecía armoniosamente con la brisa marina. Tocólo mi hermano, limpió cariñosamente
las hojas que le rozaban la cara y luego volvimos al comedor. Sobre la mesa
estaba la alforja rebosante. Sacaba él,
uno a uno, los objetos que traía y los iba entregando a cada uno de nosotros.
¡Qué cosas tan ricas! ¡Por dónde había viajado! Quesos frescos y blancos
por la cintura con paja de cebada, de la quebrada de Humay; chancacas hechas
con cocos, nueces, maní y almendras; frijoles colados, en sus
redondas calabacitas, pintadas encima con un rectángulo del propio dulce, que
indicaba la tapa, de Chincha Baja; bizcochuelos en sus cajas de papel, de yema
de huevo y harina de papas, leves, esponjosos, amarillos y dulces; santitos de
“piedra de guamanga” tallados en la feria serrana; caja de manjar blanco
y rojo. Todos recibíamos el obsequio, y él iba diciendo al entregárnoslo:
-Para mamá…Para Rosa…Para
Jesús… Para Héctor…
-¿Y para papá? –le
interrogamos, cuando terminó:
-Nada…
-¿Cómo? ¿Nada para
papá?...
Sonrió el amado, llamó al
sirviente y le dijo:
-¡El “Carmelo”!
A poco volvió éste con una jaula
y sacó de ella un gallo, que, libre, estiró sus cansados miembros, agitó las
alas y cantoestentóreamente:
-¡Cocorocóooo!...
-¡Para papá! – dijo mi
hermano.
Así entró en nuestra casa
este amigo íntimo de nuestra infancia ya pasada, aquí acaecería historia digna
de relato; cuya memoria perdura aún en nuestro hogar como una sombra alada y
triste: el “Caballero Carmelo”.
II
Amanecía en Pisco,
alegremente. A la agonía de las sombras nocturnas, en el frescor del alba, en
el radiante despertar del día, sentíamos los pasos de mi madre en el
comedor, preparando el café para papá. Marchábase éste a la oficina. Despertaba
ella a la criada, chirriaba la puerta de la calle con
sus mohosos goznes; oíase el canto del gallo que
era contestado a intervalos por todos los de la vecindad; sentíase el
ruido del mar, el fresco de la mañana, la alegría sana de la vida. Después mi
madre venía a nosotros, nos hacía rezar, arrodillados en la cama con
nuestras blancas camisas de dormir, vestíamos luego, y, al concluir
nuestro tocado, se anunciaba a lo lejos la voz del panadero, llegaba éste a la
puerta y saludaba. Era un viejo dulce y bueno, y hacía muchos años, al decir de
mi madre, que llegaba todos los días a la misma hora con el pan calientito y
apetitoso montado en un burro, detrás de los dos “capachos” de acero,
repletos de toda clase de pan: hogazas, pan francés, pan de
mantecado, rosquillas…
Mi madre escogía el que
habíamos de tomar y mi hermana Jesús, lo recibía en el cesto.
Marchábase el viejo, y nosotros, dejando la provisión sobre la
mesa del comedor, cubierta de hule brillante, íbamos a dar de comer a los
animales. Cogíamos la mazorca de apretados dientes, las desgranábamos en un
cesto y entrábamos al corral donde los animales nos rodeaban. Volaban los
pájaros, picoteábanse las gallinas por el grano, y entre ellas, escabullíanse
los conejos. Desde su frugal comida hacían grupo alrededor
nuestro. Venía hasta nosotros la cabra, refregando su cabeza en nuestras
piernas; piaban los pollitos; tímidamente se acercaban los conejos blancos, con
sus orejas largas, sus redondos ojos brillantes y su boca de niña presumida;
los patitos, recién sacados, amarillos como yema de huevo, trepaban en un
panto de agua; cantaba, desde su rincón entrabado, el “Carmelo”; y el pavo
siempre orgulloso, alharaquero y antipático, hacía por
desdeñarnos, mientras los patos, balanceándose como dueñas gordas,
hacían, por lo bajo, comentarios, sobre la actitud poco gentil del petulante.
Aquel día, mientras
contemplábamos a los discretos animales, escapóse el “Pelado”, un pollón sin
plumas, que parecía uno de aquellos jóvenes de 17 años, flacos y golosos; pero
el “Pelado” a más de eso era pendenciero y
escandaloso, y aquel día, mientras la paz era en el corral, y los otros comían
el modesto grano, él en pos de mejores viandas, habíase encaramado en
la mesa del comedor y roto varias piezas de nuestra limitada vajilla.
En el almuerzo tratóse de
suprimirlo; y cuando mi padre supo sus fechorías, dijo pausadamente:
-Nos lo comeremos el
domingo…
Defendiólo mi tercer
hermano, Anfiloquio, su poseedor, suplicante y lloroso. Dijo que era un gallo
que haría crías espléndidas. Agregó que desde que había llegado el “Carmelo”
todos miraban mal al “pelado”, que antes era la esperanza del corral y el único
que mantenía la aristocracia de la afición y de la
sangre fina.
-¿Cómo no matan –decía en
defensa del gallo- a los patos que no hacen más que ensuciar el agua, ni al
cabrito que el otro día aplastó un pollo, ni al puerco que todo lo enloda y
sólo sabe comer y gritar, ni a las palomas que traen mala suerte?...
Se adujo razones.
El cabrito era un bello animal, de suave piel, alegre simpático, inquieto,
cuyos cuernos apenas apuntaban; además no estaba comprobado que hubiera muerto
el pollo. El puerco mofletudo había sido criado en casa
desde pequeño. Y las palomas con sus alas de abanico, eran la nota
blanca, subíanse a la cornisa a conversar en voz baja, hacían sus nidos con amoroso
cuidado y se sacaban el maíz del buche para darlo a sus polluelos.
El pobre “Pelado” estaba
condenado. Mis hermanos pidieron que se le perdonase, pero las roturas eran
valiosas y el infeliz sólo tenía un abogado, mi hermano y su señor, de
poca influencia. Viendo ya perdida su defensa y estando la audiencia al
final, pues iba a partir la sandía, inclinó la cabeza. Dos gruesas lágrimas
cayeron sobre el plato, como un sacrificio, y un sollozo se ahogó en su
garganta. Callamos todos. Levantóse mi madre, acercóse al muchacho, lo besó en
la frente, y le dijo:
-No llores, no nos lo
comeremos…
III
Quien sale de Pisco, de la plazuela sin nombre,
salitrosa y tranquila, vecina a la Estación y torna por la calle de Castillo
que hacia el sur se alarga, encuentra al terminar, una plazuela pequeña, donde
quemaban a judas el Domingo de Pascua de Resurrección, desolado lugar en cuya
arena verdeguean a trechos las malvassilvestres.
Al lado del Poniente, en vez de casas, extiende el mar su
manto verde, cuya espuma teje complicados encajes al
besar la orilla.
Termina en ella el
puerto, y, siguiendo hacia el sur, se va por estrecho y arenoso camino,
teniendo a la diestra el mar y a la izquierda mano angostísima faja, ora
fértil, ora fecunda, pero escarpada entrada vigilan, de trecho en
trecho, una que otra palmera desmedrada, alguna higuera
nervuda y enana y lostoñuces siempre coposos y frágiles. Ondea en
el terreno la “hierba del alacrán” verde y jugosa al nacer, quebradiza en sus
mejores días, y en la vejez, bermeja como sangre de buey. En
el fondo del desierto, como si temieran su silenciosa aridez, las
palmeras únense en pequeños grupos, tal como lo hacen los peregrinos al
cruzarlo y, ante el peligro, los hombres.
Siguiendo el camino,
divísase en la costa, en la borrosa y vibrante vaguedad marina., San Andrés de
los Pescadores, la aldea de sencillas gentes, que eleva sus casuchas entre la
rumorosa orilla y el estéril desierto. Allí las palmeras se multiplican y
las higueras dan sombra a los hogares, tan plácida y fresca,
que parece que no fueran malditas del buen Dios, o que su maldición hubieracaducado;
que bastante castigo recibió la que sostuvo en sus ramas al traidor, y de todas
sus flores dan fruto que al madurar revienta.
En tan peregrina aldea. De
caprichoso plano, levántase las casuchas de frágil caña y
estera leve, junto a las palmeras que a la puerta vigilan; limpio y brillante,
reposando en la arena blanda sus caderas amplias, duerme a la puerta, el bote
pescador, con sus velas plegadas, sus remos tendidos como tranquilos brazos que
descansan, entre los cuales yacen con su muda y simbólica majestad, el timón
grácil, la calabaza que “achica” el agua mar afuera y las sogas retorcidas como
serpientes que duermen. Cubre, piadosamente, la pequeña nave, cual blanca
mantilla, la pescadora red circundada de caireles de liviano corcho.
En las horas del mediodía,
cuando el aire en la sombra invita al sueño, junto a la nave, teje la red el
pescador abuelo; sus toscos dedos anudan el lino que ha de enredar al
sorprendido pez; raspa la abuela el plateado lomo de los que la víspera trajo
la nave; saltan al sol; como chispas, las escamas, y el perro husmea en los
despojos. Al lado, en el corral que cercan enormes huesos de ballena, trepan los
chiquillos desde la orilla; mientras, bajo la ramada, el más fuerte pule el
remo; la moza, fresca y ágil, saca agua del pozuelo y las gaviotas alborozadas recorren
la mansión humilde dando gritos extraños.
Junto al bote, duerme el
hombre del mar, el fuerte mancebo embriagado por la brisa caliente y por la
tibia emanación de la arena, su dulce sueño de justo, con el pantalón corto,
las musculosas pantorrillas cruzadas, y en cuyos duros pies de redondos dedos,
piérdense, como escamas, las diminutas uñas. La cara tostada por el aire y el
sol, la boca entreabiertas que deja pasar la respiración tranquila, y el
fuerte pecho desnudo que se levanta rítmicamente, con el ritmo de la vida, el
más armonioso que Dios ha puesto sobre el mundo.
Por las calles no
transitan al mediodía las personas y nada turba la paz en aquella aldea, cuyos
habitantes no son más numerosos que los dátiles de sus veinte palmeras. Iglesia
ni cura había en mi tiempo. Las gentes de San Andrés, los domingos, al clarear
el alba, iban al puerto, con los jumentos cargados
de corvinas frescas y luego en la capilla cumplían con Dios. Buenas gentes, de
dulces rostros, tranquilo mirar, morigeradas y sencillas, indios de la más pura
cepa, descendientes remotos y ciertos de los hijos del Sol, cruzaban a pie
todos los caminos, como en la Edad Feliz del Inca atravesaban en
caravana inmensa la costa para llegar al templo y oráculo del buen Pachacámac, con
la ofrenda en la alforja, la pregunta en la memoria y la fe en el sencillo
espíritu.
Jamás riña alguna manchó
sus claros anales; morales y austeros, labios de marido besaron siempre
labios de esposa; y el amor, fuente inagotable de odios y maldecires, era,
entre ellos, tan normal y apacible como alguno de sus pozos. De fuertes padres,
nacían sincomadronas rozagantes muchachos, en cuyos
miembros la piel hacía gruesas arrugas; aires marinos henchían sus pulmones, y
crecían sobre la arena caldeada, bajo el sol ubérrimo, hasta que
aprendían a lanzarse al mar y manejar los botes de piquete que zozobrando en
las olas, les enseñaban a domeñar la marina furia.
Maltones,
musculosos, inocentes y buenos, pasaban su juventud hasta que el cura de Pisco
unía a las parejas que formaban un nuevo nido, compraban un asno y se lanzaban
a la felicidad, mientras las tortugas centenarias del hogar paterno veían
desenvolverse,impasibles, las horas; filosóficas, cansadas y pesimistas,
mirando con llorosos ojos desde la playa, el mar, al cual no intentaban volver
nunca; y al crepúsculo de cada día lloraban , pero, hundido el
sol, metían la cabeza bajo la concha poliédrica y dejaban pasar la vida llenas
de experiencia, sin fe, lamentándose siempre de perenne mal, pero inactivas,
inmóviles, infecundas y solas…
IV
Esbelto, magro, musculoso
y austero, su afilada cabeza roja era la de un hidalgo altivo,
caballeroso, justiciero y prudente.Agallas bermejas,
delgada cresta de encendido color, ojos vivos y redondos, mirada fiera y
perdonadora, acerado pico agudo. La
cola hacía un arco de plumas tornasoles, su
cuerpo de color carmeloavanzaba en el pecho audaz y duro. Las
piernas fuertes queestacas musulmanas y agudas
defendían, cubiertas de escamas, parecían las de un armado caballero medieval.
Una tarde mi
padre, después del almuerzo, nos dio la noticia. Había aceptado una apuesta
para la jugada de gallos de San Andrés, el 28 de Julio. No había podido
evitarlo. Le habían dicho que el Carmelo, cuyo prestigio era mayor que el del
alcalde, no era un gallo de raza. Molestóse mi padre. Cambiáronse frases y
apuestas y aceptó. Dentro de un mes toparía el “Carmelo” con el “Ajiseco” de
otro aficionado, famoso gallo vencedor, como el nuestro, en muchaslides singulares.
Nosotros recibimos la noticia con profundo dolor. El “Carmelo” iría a un
combate y a luchar a muerte, cuerpo a cuerpo con un gallo más fuerte y más
joven. Hacía ya tres años que estaba en casa, había él envejecido mientras
crecíamos nosotros. ¿Por qué aquella crueldad de hacerlo pelear?
Llegó el terrible día.
Todos en casa estábamos tristes. Un hombre había venido seis días seguidos a
preparar al “Carmelo”. A nosotros ya no nos permitían ni verlo. El 28 de
Julio, por la tarde, vino el preparador y de una caja llena de algodones sacó
una media lunade acero con unas pequeñas correas: era la navaja, la
espada del soldado. El hombre la limpiaba, probándola en la uña, delante de mi
padre. A los pocos minutos, en silencio, con una calma trágica, sacaron al
gallo que el hombre cargó en sus brazos como a un niño. Un criado llevaba la
cuchilla y mis dos hermanos le acompañaron.
-¡Qué crueldad! –dijo mi madre.
Lloraban mis hermanas, y
la más pequeña, Jesús, me dijo en secreto antes de salir:
-Oye anda junto con
él…Cuídalo…¡Pobrecito!...
Llevóse las manos a
los ojos, echóse a llorar y yo salí precipitadamente, y hube de correr unas
cuadras para poder alcanzarlos.
Llegamos a San
Andrés. El pueblo estaba de fiesta. Banderas peruanas agitábanse sobre las
casas por el día de la Patria, que allí sabían celebrar con una gran
jugada de gallos a la que solían ir todos los hacendados y ricos hombres del
valle. En ventorrillos, a cuya entrada había arcos de
sauce envueltos en colgadura, y de los cuales pendían alegres
quitasueños de cristal, vendían chicha de bonito, butifarras y
pescado fresco, asado en brasas y anegado en cebollones y
vinagre. El pueblo los invadía, parlanchín yendomingado con
sus mejores trajes. Los hombres de mar lucían camisetas nuevas de
horizontales franjas rojas y blancas, sombreros de junco, alpargatas y
pañuelos anudados al cuello.
Nos encaminamos a la
“cancha”. Una frondosa higuera daba acceso al circo, bajo sus ramas enarcadas.
Mi padre, rodeado de algunos amigos, se instaló. Al frente estaba el juez y a
su derecha el dueño del paladín Ajiseco. Sonó una campanilla,
acomodáronse las gentes y empezó la fiesta. Salieron por lugares opuestos dos
hombres, llevando cada uno un gallo. Lanzáronlos al ruedo con singular ademán.
Brillaron las cuchillas, miráronse los adversarios, dos gallos de débil
contextura, y uno de ellos cantó. Colérico respondió el otro echándose al medio
del circo; miráronse fijamente; y alargaron los cuellos, erizadas las plumas, y
se acometieron. Hubo ruido de alas, plumas que volaron, gritos de
la muchedumbre y, a los pocos segundos de jadeante lucha, cayó
uno de ellos. Su cabecita afilada y roja besó el suelo, y la voz del juez:
-¡Ha enterrado el pico, señores!
Batió las alas el vencedor.
Aplaudió la multitud enardecida, y ambos
gallos, sangrando, fueron sacados del ruedo. La
primera jornadahabía terminado. Ahora entraba el nuestro: el
“Caballero Carmelo”. Un rumor de expectación vibró en el
circo:
-¡El Ajiseco y Carmelo!
-¡Cien soles de apuesta!...
Sonó la campanilla del juez y yo
empecé a temblar.
En medio de la expectación
salieron los dos hombres, cada uno con su gallo. Se hizo un profundo silencio y
soltaron a los dos rivales. Nuestro “Carmelo” al lado del otro era un gallo
viejo y achacoso; todos apostaban al enemigo, como augurio de que
nuestro gallo iba a morir. No faltó aficionado que anunciara el triunfo del
“Carmelo, pero la mayoría de las apuestas favorecía al adversario. Una vez
frente al enemigo, el “Carmelo” empezó a picotear, agitó las alas y cantó estentóreamente.
El otro, que en verdad no parecía un gallo fino de distinguida sangre y alcurnia,
hacía cosas tan petulantescuan humanas; miraba con desprecio a
nuestro gallo y se paseaba como dueño de la cancha. Enardeciéronse los ánimos
de los adversarios, llegaron al centro y alargaron sus erizados cuellos,
tocándose los picos sin perder terreno. El Ajiseco dio la primera embestida;
entablóse la lucha; las gentes presenciaban en silencio la singular batalla y
yo rogaba a la Virgen que sacara con bien a nuestro viejo paladín.
Batíase él con todos los
aires de un experto luchador, acostumbrado a las artes azarosas de
la guerra. Cuidaba poner las patas armadas en el enemigo pecho, jamás picaba
a su adversario, -que tal cosa es cobardía- mientras que éste, bravucón y
necio, todo quería hacerlo a aletazos y golpes de fuerza. Jadeantes, se
detuvieron un segundo. Un hilo de sangre corría por la pierna del “Carmelo”.
Estaba herido, mas parecía no darse cuenta de su dolor. Cruzáronse nuevas
apuestas a favor del Ajiseco y las gentes felicitaban ya al poseedor del menguado.
En su nuevo encuentro, el “Carmelo” cantó, acordándose de sus tiempos y
acometió con tal furia que desbarató al otro de un solo impulso. Levantóse éste
y la lucha fue cruel e indecisa. Por fin, una herida grave hizo caer al
“Carmelo”, jadeante.
-¡Bravo! ¡Bravo el
Ajiseco! –gritaron sus partidarios creyendo ganada la prueba.
Pero el juez, atento a
todos los detalles de la lucha y con acuerdo de cánones, dijo:
-Todavía no ha enterrado
el pico, señores!
En efecto, incorporóse el
“Carmelo”. Su enemigo, como para humillarlo, se acercó a él, sin hacerle daño.
Nació entonces, en medio del dolor de la caída, todo el coraje de
los gallos de Caucato. Incorporado el “Carmelo”, como un
soldado herido, acometió de frente y definitivo sobre su rival, con una estocada que
lo dejó muerto en el sitio. Fue entonces cuando el “Carmelo”, que se desangraba
se dejó caer, después que el Ajiseco había enterrado el pico. La jugada estaba
ganada y un clamoreo incesante se levantó en la cancha. Felicitaron a mi padre
por el triunfo y, como esa era la jugada más interesante, se retiraron del
circo, mientras resonaba un grito entusiasta:
-¡Viva el “Carmelo”!
Yo y mis hermanos lo
recibimos y lo conducimos a casa, atravesando por la orilla del mar el pesado
camino y soplando aguardiente bajo las alas del triunfador que desfallecía.
V
Dos días estuvo el gallo
sometido a toda clase de cuidados. Mi hermana Jesús y yo le dábamos maíz, se lo
poníamos en el pico, pero el pobrecito no podía comerlo ni incorporarse. Una
gran tristeza reinaba en la casa. Aquel segundo día, después del colegio,
cuando fuimos yo y mi hermana a verlo, lo encontramos tan decaído que nos hizo
llorar. Le dábamos agua con nuestras manos, le acariciábamos, le poníamos en el
pico rojo granos de granada. De pronto el gallo se incorporó. Caía
la tarde y, por la ventana del cuarto donde estaba entró la luz sangrienta del
crepúsculo. Acercóse a la ventana, miró la luz, agitó débilmente las alas y
estuvo largo rato en la contemplación del cielo. Luego abrió nerviosamente las
alas de oro, enseñoreóse y cantó. Retrocedió unos pasos,
inclinó el tornasolado cuello sobre el pecho, tembló, desplomóse, estiró sus
débiles patitas escamosas y, mirándonos, mirándonos amoroso, expiró apaciblemente.
Echamos a llorar. Fuimos en
busca de mi madre, y ya no lo vimos más. Sombría fue la comida
aquella noche. Mi madre no dijo una sola palabra y, bajo la luz amarillenta del
lamparín, todos nos mirábamos en silencio. Al día siguiente, en el alba,
en la agonía de las sombras nocturnas, no se oyó su canto alegre.
Así pasó por
el mundo aquel héroe ignorado, aquel amigo tan querido de nuestra niñez:
el Caballero Carmelo, flor y nata de paladines y último vástago de
aquellos gallos de sangre y raza, cuyo prestigio unánime fue
el orgullo, por muchos años, de todo el verde y fecundo valle de Caucato.
(Abraham
Valdelomar)
COMPRENSIÓN LECTORA
1.- ¿Quién regresó a casa después de una larga
ausencia?
2.- ¿Qué lugares recorrió el personaje
cuando estuvo en casa, después que
volvió
de muchos años alejado de ella?
3.- ¿Cómo halló la madre de Abraham a
su hijo viajero?
4.- ¿Qué sembró en el patio de la casa antes de
partir a lugares lejanos?
5.- ¿Qué cosas trajo el hermano mayor para los
miembros de la familia?
6.- ¿Qué le trajo el hijo a su padre?
7.- ¿Qué labor desempeñaba la mamá de Roberto en la
casa?
8.- ¿Cómo era el Pelado?
9.- ¿Qué travesuras hizo el Pelado?
10.-¿Qué argumentó Anfiloquio en defensa del
Pelado?
11.-¿Qué razones expuso Anfiloquio para matar a los
otros animales que había en
la
granja?
12.- ¿Cómo era el Carmelo?
13.- ¿Qué noticia dio el padre a la familia después
del almuerzo?
14.- ¿Cómo era el gallo, el Ajiseco?
15.- ¿Por qué recibieron la familia la
noticia con mucho dolor y preocupación
16.- ¿Qué celebraban en San Andrés?
17.- ¿Cómo fueron los primeros instantes de
la pelea entre el Carmelo y el
Ajiseco?
18.- ¿Por qué el juez no dio por finalizada la
pelea cuando cayó el Carmelo?
19.- ¿Cómo ganó el Carmelo?
20.- ¿Cómo termina el cuento?
21.- vocabulario: escribir 10
palabras que desconoces y busca su significado en un
Diccionario, luego Construye una oración
con cada una de ellas.
22.- investigar la biografía
de Abraham Valdelomar.
23.- ilustre el cuento.
PISCO, 23 de ABRIL
de 2013.
EDITH ROSARIO
SAAVEDRA MEDINA